Allá lejos, en el extremo izquierdo de la popular, puedo ver al viejo agarrado al para-avalanchas, casi tapando la a "A" de "Asociación Futbolística Laureleano López".
Mira con desesperación hacia el tablero con inusual frecuencia, y aun así no pierde el interminable hilo de las canciones.
De un momento a otro, con el pitazo final, la ciudad se convertirá en una fiesta que probablemente se prolongue meses, años, o hasta décadas. Porque nosotros, los equipos humildes del interior, valoramos hasta los mas pequeños logros.
Toda la ciudad hervirá en una carnaval sofocante, aunque el invierno esta llegando y la lluvia caiga en este mismo instante.
Las personas faltaran por días a sus trabajos y no habrá inconvenientes porque hasta los jefes estarán festejando.
El tranquilo silencio de esta urbe se vera sorprendido por miles, millones de bocinas desenfrenadas, por las cuales nadie protestará.
Las caras embriagadas recorrerán alegres las calles, rememorando los nombres del plantel, los goles y los rivales que quedaron en el camino.
Pero yo ni siquiera miro la cancha. Solo tengo ojos para el viejo, él que lo merece mas que nadie. Él que vió ahogarse las ilusiones año tras año, que vió irse los minutos lentamente de tantos partidos terminados en derrota.
Ese viejo que, fuera el partido que fuese, estaba allí, en el mismo para-avalanchas, agarrándose y desangrándose la garganta por el equipo.
Tiempo de descuento. El viejo piensa. "Yo sabia que se nos iba a da, Laurelito querido". Años y décadas pasaron desde que su padre le diera un gorrito verde y blanco y lo llevara a la cancha cuando todavía era de madera y los tableros electrónicos eran una utopía. Mira al cielo agradecido. "Esto también es para vos, yo te dije que nos iba a tocar alguna vez a nosotros, viejo".
No tendría que festejar antes de tiempo, pero abre el tetrabrick y dá un sorbo. En el campo de juego ya los suplentes están parados abrazándose y esperando la señal para abrazar a sus compañeros. "A tu salud Laurelito", dice el viejo.
Desde mi platea en el costado derecho he quedado hipnotizado con el viejo. De repente un pitazo. El arbitro levanta ambos brazos. Pitazo. Señala el centro de la cancha. Ultimo pitazo.
La tribuna ruge, canta, salta, llora. Todo el estadio es un solo abrazo interminable, caluroso, lleno de desahogo.
Vuelvo la vista hacia el viejo, que con lagrimas recién salidas sobre las mejillas comienza el himno que nunca nos podrán robar de nuestras bocas: "Dale campeón... Dale campeón"
Pareciera que el resto estaba esperándolo, concediéndole el honor de ser quien iniciara el grito sagrado.
Y ya es todo el estadio, y toda la ciudad la que palpita al ritmo de la gloria...
El alma del viejo se vá desvaneciendo de a poco, consumido en la felicidad, y cuando lo miro por ultima vez ya está desvanecido. Muchos lo quieren socorrer, pero el se resiste a ser ayudado. Espero todo ese tiempo para poder morir feliz, y no quiere que nadie le robe su momento.
Los que estaban cerca después me contaron que sus ultimas palabras fueron "y cuando yo me muera quiero que mi cajón sea verde y blanco, como mi corazón". Y ahí nomás escupió el último aliento y se dejo morir con una sonrisa de placidez en la cara.
Mira con desesperación hacia el tablero con inusual frecuencia, y aun así no pierde el interminable hilo de las canciones.
De un momento a otro, con el pitazo final, la ciudad se convertirá en una fiesta que probablemente se prolongue meses, años, o hasta décadas. Porque nosotros, los equipos humildes del interior, valoramos hasta los mas pequeños logros.
Toda la ciudad hervirá en una carnaval sofocante, aunque el invierno esta llegando y la lluvia caiga en este mismo instante.
Las personas faltaran por días a sus trabajos y no habrá inconvenientes porque hasta los jefes estarán festejando.
El tranquilo silencio de esta urbe se vera sorprendido por miles, millones de bocinas desenfrenadas, por las cuales nadie protestará.
Las caras embriagadas recorrerán alegres las calles, rememorando los nombres del plantel, los goles y los rivales que quedaron en el camino.
Pero yo ni siquiera miro la cancha. Solo tengo ojos para el viejo, él que lo merece mas que nadie. Él que vió ahogarse las ilusiones año tras año, que vió irse los minutos lentamente de tantos partidos terminados en derrota.
Ese viejo que, fuera el partido que fuese, estaba allí, en el mismo para-avalanchas, agarrándose y desangrándose la garganta por el equipo.
Tiempo de descuento. El viejo piensa. "Yo sabia que se nos iba a da, Laurelito querido". Años y décadas pasaron desde que su padre le diera un gorrito verde y blanco y lo llevara a la cancha cuando todavía era de madera y los tableros electrónicos eran una utopía. Mira al cielo agradecido. "Esto también es para vos, yo te dije que nos iba a tocar alguna vez a nosotros, viejo".
No tendría que festejar antes de tiempo, pero abre el tetrabrick y dá un sorbo. En el campo de juego ya los suplentes están parados abrazándose y esperando la señal para abrazar a sus compañeros. "A tu salud Laurelito", dice el viejo.
Desde mi platea en el costado derecho he quedado hipnotizado con el viejo. De repente un pitazo. El arbitro levanta ambos brazos. Pitazo. Señala el centro de la cancha. Ultimo pitazo.
La tribuna ruge, canta, salta, llora. Todo el estadio es un solo abrazo interminable, caluroso, lleno de desahogo.
Vuelvo la vista hacia el viejo, que con lagrimas recién salidas sobre las mejillas comienza el himno que nunca nos podrán robar de nuestras bocas: "Dale campeón... Dale campeón"
Pareciera que el resto estaba esperándolo, concediéndole el honor de ser quien iniciara el grito sagrado.
Y ya es todo el estadio, y toda la ciudad la que palpita al ritmo de la gloria...
El alma del viejo se vá desvaneciendo de a poco, consumido en la felicidad, y cuando lo miro por ultima vez ya está desvanecido. Muchos lo quieren socorrer, pero el se resiste a ser ayudado. Espero todo ese tiempo para poder morir feliz, y no quiere que nadie le robe su momento.
Los que estaban cerca después me contaron que sus ultimas palabras fueron "y cuando yo me muera quiero que mi cajón sea verde y blanco, como mi corazón". Y ahí nomás escupió el último aliento y se dejo morir con una sonrisa de placidez en la cara.
Esteban M. Landucci (2/3/5)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario