6 de abril de 2005

(28#) El Exiliado

El Exiliado
por Esteban M. Landucci

- Abuelo, en la escuela me dijeron que en tu época todo el que se iba al Uruguay era para escapar de la cana - me dijo Santiaguito, que ya se abría camino rápidamente a través de los senderos de la vida.
- Así es m’hijo - contesté- Unos cuantos se iban para allá dejando por estos pagos algún que otro muerto en su haber.
Me miró con esos ojos de pequeño hombre, como eligiendo bien las palabras que iba a decir. Y al final lo largó nomás.
- La abuela me contó hace un tiempo que ustedes se conocieron allá. ¿Vos por qué te fuiste a vivir a Uruguay?
Esa era una de las preguntas que nunca hubiera querido responder en mi vida, y como me tomó por sorpresa le contesté lo que pude: una mentira.
- Me fui al Uruguay para vivir de la música, m’hijo, ¿qué creías vos?
En vez de contestar mi pregunta, su joven mente se ocupo completamente de morder el anzuelo del engaño. Sus ojos se abrieron bien grandes y exclamó:
- ¿Vos, abuelo? ¿Músico? ¡La pucha, cómo no me contaste antes! - Me miró asombrado por un segundo y mientras le brillaban los ojos de entusiasmo, me pidió que le contara mi historia.

Como para darle un poco mas de tiempo a mi imaginación dije “bueno Santiaguito, ahí te cuento, pero andá cebando un amargo mientras voy al baño”.
Después de estar un rato en el baño simulando que lo usaba y pensando una buena historia, volví a la mesa cuando ya se servía el primer mate.
- Listo abuelo, ahí está el amargo, ahora no tenés excusas - dijo Santiaguito sonriente.
Mientras chupaba la bombilla me debatía interiormente. Ya era grande Santiago, lo suficiente para entender la verdad. Pero, ¿estaba yo listo para contarla? Separando la boca de la bombilla comencé mi relato.
- Cuando tenia mas o menos tu edad, dieciséis o un poco mas, lo conocí al Zorzal.
- ¿Vos lo conociste a Gardel, abuelo? - me interrumpió.
- Si, - le contesté- cuando el no era muy conocido todavía. Esa vez lo acompañé a mi padre a verlo, aunque no fuera cosa común que los chicos de mi edad frecuentaran esos ambientes. Lo que pasaba era que mi viejo se había enamorado del tango apenas pisó esta tierra, cuando bajó del “Bella Signora I”, proveniente de Sicilia; y desde ese momento siempre había soñado con que su hijo tuviera la capacidad, que el no tenia, de tocar algún instrumento de esa hermosa música.
Mi viejo, no se cómo, consiguió que después del concierto yo pasara a saludar al Zorzal por su camerin. Se ve que el viejo ya había hablado con Gardel, porque después de estar un momento parado al lado de él, este vió que yo no sabia muy bien como empezar y me salió al cruce con una simple pregunta. “Pibe, ¿sabes que es lo bueno de ser músico?. Ante mi negativa me contestó picadamente “que no importa si sos lindo o fiero, si cantes bien o ladrás, siempre alguna mina te va a invitar un trago o algo más”. Diciendo esto me guiñó un ojo, siempre de espaldas y hablándome en el espejo. Se peinó un poco mas la gomina y me despidió acusando que tenia otro concierto que dar.-

Chupé un poco mas del mate aquel y noté en los ojos de Santiago que estaba completamente atento a la historia. Cuando vió que ya no tomaba mas mate y me detenía demasiado a pensar me llamó la atención.
- Abuelo, largá el mate y seguí contando que sino después te olvidas.-
- Bueno, a los tres o cuatro años de eso yo empezaba a dar mis primeros pasos y hacerme un poco de nombre en el mundo del tango, gracias a las enseñanzas de un gran bandoneonísta muy conocido por aquellos tiempos, que casualmente era amigo de mi padre. Por ese tiempo ya el nombre de Gardel había pasado a ser propiedad publica mundial.
Mi maestro, al ver mis progresos, o ante la insistencia de mi viejo, me había recomendado a la orquesta de Virgilio Alzamendi, otro de tantos que nunca se hicieron gran nombre pero viven todavía en la memoria de algunos viejos amantes de tango como yo.
Estábamos una noche tocando con Alzamendi en el Club Social Barrantes, que quedaba entre calles que ya ni existen, y yo notaba que además de los usuales bailarines y algún que otro borracho, había una mesa de personajes que destacaban en la humildad del lugar. No le di mucha importancia, y seguí tocando ya que esa noche me sentía especialmente inspirado.-
- ¿Y a que se debía la inspiración? - interrumpió Santiago.
- Ni se te ocurra contarle a la abuela. Por una morocha de ojos achinados que me miraba inmóvil desde la mesa de los señores que te dije antes.-
Santiago rió y preguntó, - ¿Y quienes eran esos?.
- Cuando terminamos de tocar, como éramos la ultima orquesta de la noche, se empezó a ir la gente. Ahí fue que se acercó uno de los pocos mozos y me dijo que un señor de la mesa aquella - y señaló - quería hablar conmigo en el Café Willray en media hora. Como no tenia nada que perder, y dicho café quedaba a solo unas cuadras, me cambié un poco y fui.
Los señores bien vestidos resultaron ser una famosa orquesta uruguaya, que estaba recorriendo los clubes sociales en busca de su futuro bandoneón, ya que el suyo se había exiliado en Chile, valla a saber uno porqué.

- Ahh, entonces fue así como te fuiste al Uruguay, y no por matar a nadie - dijo Santiago sonriendo, e ignorando que sus palabras pegaban duro en mi pecho.
- Claro m’hijo, yo nunca me ensucié las manos.-
- ¿Y como la conociste a la abuela? -
Yo me había preparado para la pregunta, entonces seguí con la historia.
- Resulta que estuve como cinco años en Montevideo, con la orquesta del gran Florencio Ustario, el más grande músico de tango que vio aquel lado del Río de la Plata. Ya me había establecido bien y gozaba de gran renombre entre los músicos y el publico a pesar de mi juventud, y la orquesta tenia gran éxito.
Una noche, después de un concierto, el maestro Florencio me advirtió que me preparara. “Vas a tener que darle bandoneón a la voz de un zorzal”, me dijo.
A la noche siguiente un sábado, vi como por la puerta del camerin del Café Argento, donde tocábamos habitualmente y donde concurría el publico que quería bailar y escuchar tango, se abría primero para que entre el maestro Florencio Ustario, y luego con su característico sombrero y su sonrisa como pintada, Carlos Gardel, el Zorzal.
Este fue saludándonos uno a uno, mientras Ustario, tratándolo con familiaridad, le agradecía. “Carlitos, gracias por aceptar nuestra invitación, es un honor tenerte de nuevo con nosotros”, decía.

Mientras íbamos subiendo al escenario Gardel se me acercó y me preguntó si yo era el famoso argentino que tocaba el bandoneón.
- ¡Buena abuelo! - gritó Santiaguito, como si se tratara de un gol - ¡Qué grande! -
- Yo, humildemente le contesté que el único argentino famoso ahí era él, pero que en efecto tocaba el bandoneón. Ya arriba del escenario me miró, y dejó escapar a través de esa sonrisa enigmática una suerte de nostalgia. “Fijese las vueltas de la vida joven. ¿Cómo hemos venido a parar dos porteños a Montevideo en una noche de sábado?”. Ahí nomás quise probar la memoria del astuto cantante. “No sé usted, maestro, pero a mi un joven zorzal me prometió en un club de barrio hace unos cuantos años que arriba del escenario conseguiría mujeres, y todavía estoy esperando”.
El Zorzal abrió los ojos bien grandes y luego marcó mas su sonrisa, como complacido de haber encontrado un tesoro.
- No espere tanto, Tortiolli - dijo, llamándome por mi apellido - que aquella chinita no deja de mirarlo desde que salió del camerin.-
Miré hacia la dirección que me había señalado con la cabeza Gardel, y vi una joven mujer que me observaba atentamente y esquivó rápidamente mi mirada como presa de un ataque de timidez. Era tu abuela.
Después de un par de tangazos, el Zorzal se me acercó en todo su esplendor y me dijo solo para que lo escuche yo “mas le vale que cuando terminemos se valla a hablar con la rubia, o sino le habré faltado a la palabra que le dí a su viejo, el gran Don Ángel”.
Nunca mas lo vi a Carlos Gardel, después de esa noche. Sin embargo seguí viendo a la rubia hermosa el resto de mi vida.

- Que linda historia abuelo. Mira vos todas las cosas que tenias para contar - dijo Santiago - Espero que me cuentes mas cosas otro día.
Esa noche me fui a acostar con un nudo en el alma. Cuánto me hubiera costado explicarle a mi bisnieto que en mis épocas las ofensas se pagaban con sangre, y que en mi juventud me habían ofendido tantas veces que tuve que exiliarme en el Uruguay. En vez de eso me puse a buscar con tenacidad a partir de ese día la foto que el Zorzal accedió a sacarse conmigo una noche que lo encontré en el restaurante en el que yo trabajaba de mozo en mis épocas de exiliado.

Esteban M. Landucci (4/4/05)

No hay comentarios.: