A mi hermano Nicolas Repetto.
El Rey de la Soledad
Al final, cuando era solo polvo lo que quedaba, el maldito Rey nómade -ladrón de ilusiones y sentimientos- se sintió mas solo que todas sus victimas.
Miró a su alrededor en la desolación del desierto afectivo que lo rodeada y no advirtió que su cabeza se llenaba de conjeturas.
¿Habré obrado bien? -se preguntó el Rey bastardo, titubeando subconcientemente.
Sintió una brisa que era aún mas fria que el frío. Era la soledad.
Esta corría alrededor suyo sin detenerse un segundo, como el fantasma de un carrusel, acechándolo a todo momento; oprimiéndolo contra cualquier rincón del desierto aquél.
¿Adónde están esos que llamé amigos? -pensó durante un momento de silencio infinito- Esos que usé como escalones en mi ascenso a la corona de la frialdad.
El Rey actuó como si nada le importara. "Yo soy el Rey, puedo jugar con quien quiera", se decía a sí mismo. Pero ya no quedaba nadie, y por fin su reino quedaba al descubierto. Polvo por donde se mirase.
"De cualquier manera no necesito a nadie. Los demas son solo buenas voluntades que entregaron su afecto para mi entretenimiento. Me reí y me reiré de ellos en su cara".
Seguía el Rey haciendo conjeturas, cuando el silencio se bifurcó para regalar una lluvia torrencial de risas desalmadas, como la suya, que cayeron con toda su fuerza sobre su capa ya casi deshecha. Y para un soberbio no hay peor dolor que el sufrimiento de la soberbia de otro.
Reconoció rápidamente las risas, que en otro momentos habian sido voces amables y de confianza; y las sintió como estacas en todo su cuerpo de espectro. Nunca habia sentido nada igual. Quizas de haberlo sentido antes no seria este su reino actual.
Cuando las risas de hienas vengativas callaron volvió a temblar. Sintió por primera vez que la soledad no se percibe por el silencio, sino por el frío; por la ausencia de calor humano y afectivo.
Un grito resonó en la inmensidad. ¡¿Amigos?! !No se vayan!. Apenas pudo reconocer su voz, despojada de su habitual tono de autosuficiencia y odio. "¿Será esto suplicar?", pensó desorientado.
Se quedó el Rey solo con el polvo de su reinado buscando excusas -su unica forma de sentirse mejor, en vez de pidiendo perdón-. Y cuando vió que estas ya no valian la pena, sintió rodar por primera vez un sentimiento en forma de lágrima por su pómulo endurecido por el paso de los años y la falta de sonrisas genuinas.
Comprendió que tenía el reino que merecía, pero no el que habia querido. Y así, el Rey de las traiciones desmedidas atravesó su pecho vacío con la espada de la hipocresía que él mismo habia forjado.
Mucho tiempo después, en aquél mismo lugar, florecían flores negras en donde se había derramado la sangre del olvidado Rey, pero eran las únicas de toda la República.
Ahora la gente corría libre y despreocupada, sin la necesidad de mirar sobre sus hombros para esquivar una espada traicionera.
Tal era la felicidad y el amor que florecía entre los habitantes de ese país que habían hecho una estatua al Presidente que les había inspirado la confianza para volver a amar.
Allí, bajo su sombra, en la Plaza Central, pasaban caminando las parejas, los viejos y los niños; todos con la misma sonrisa en la boca; ya acostumbrados a ver la vieja frase en la estatua:
"Los buenos siempre ganan".
Esteban M. Landucci (21/4/05)
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