15 de junio de 2005

(#33) Dolores y los Veintitrés de Abril

Dolores y los Veintitrés de Abril

(por Esteban M. Landucci)

A pesar de lo que ella siempre había dicho, el destino demostró una vez mas su innegable existencia en esa primavera de calidez casi adolescente, en París.

Veinte abriles, todos cumplidos los días veintitrés, no impidieron que reconociera su andar de mulata, y desde el mismísimo instante en que pasó como una reina delante mío, despojándome hasta de la capacidad de razonamiento, supe que esos zapatos altos debían estar carcomiéndole los recuerdos de sus pies descalzos en la arena de Cuba, veinte abriles atrás.

Un asalto de la conciencia me hizo mirar el cuaderno en el que estaba escribiendo la historia de dos niños enamorados y separados por la violencia cultural de Ruanda, dividida entre Hutus y Tutsies, y como cada vez que miraba el almanaque en Abril, la fecha garabateada entre el mar de notas personales, decía “veintitrés de abril, día de los discos de pasta y los helados de frutilla”.

Veinte abriles, y es como si todavía me estuviese apurando a tragar ese postre sagrado, compitiendo contra el calor de extraordinarias propiedades derretidotas de Centroamérica, y la veloz lengua roja de Dolores.

Con el paso de los años me predije que el día que no pudiera recrear el sabor de esos helados, que jamás volví a tomar, y la imagen de sus labios aún de niña besando la crema helada y mirándome fijo con sus ojos de miel y eterna inocencia, no me quedarían ya razones para existir. Ese día, me dije, escribiría la historia de Dolores y los veintitrés de Abril, y me sentaría en la terraza de mi casa parisina a esperar el beso final de la parca.
Todo eso me dije, y quizás lo escribí en algún cuaderno de borradores.

Pero era Abril de nuevo, día de discos y helados, y los habitantes de todas las mesas se vieron en la obligación moral de clavar sus miradas en mí y regalarme una sinfonía de suspiros, de esos que en París, Cuba, Argentina, y Uruguay, significan “qué boludo”, cuando torpemente me quise levantar e interponerme en su camino para desearle feliz cumpleaños e invitarla a brindar con helado de frutilla, y arrojé en mi afán de romántico desesperado el café y el vaso de soda -que especialmente pedía para recordar, aunque estuviera en la otra punta del mundo, esa especial tradición rioplatense-.

No todo salió como esperaba, pero al menos mi número de tímido escritor entorpecido por los recuerdos de helados y discos de pasta -amor en fin-, lograron llamar su atención.
¡Esteban!, le dejo gritar la sorpresa; ¡Feliz cumpleaños!, me dejó suspirar a mí, y puse una cara de bobo que ella se encargó de recordar cada vez que el destino, esa suerte indescifrable e inexistente en su mundo, le dio ocasión.

Entre abrazos y más exclamaciones de sorpresa, la charla nos fue acompañando a cualquier lugar, menos donde teníamos pensado ir -ella a una exposición, y yo a ninguna parte, como todo escritor que se digne de serlo-. Terminamos en otro café, como siempre que vas a ninguna parte en París, pero más bohemio y sin tantas miradas acusatorias ni suspiros de “qué boludo”.

Estás igual que la última vez, me dijo, sabiendo que no me lo creí. Y cuando el silencio empezaba a hacerme creer que había perdido esa frontalidad de adolescente descalza sobre la arena de Cuba, agregó con picardía propia del acento centroamericano, y valla a saber uno que misterio personal mas, que estaba hecho un tango, de esos que nos juntábamos a escuchar los veintitrés de abriles en los discos de pasta.

- ¿Y cómo es eso, Dolores? - quise saber, mientras notaba que los labios seguían siendo los mismos.
- Pues, no lo tomes a mal chico, pero las nieves del tiempo platearon tu sien; aunque así tienes un aire de erudito.
Reímos, y creo que durante esos segundos volví a ser un joven de veinte años, tomando helado de frutilla.
- En todo caso, Dolores, parece que para vos veinte años no es nada - le dije, y pensé en mi febril mirada nombrándola en las sombras de los veinte abriles de exilio amoroso. Pero no se lo dije; me dejé llevar de nuevo por los chapoteos de su risa entre el café parisino y el aún presente mar cubano, ¿qué mas podía hacer?

Había viajado a París con un contingente de artistas latinoamericanos, cuyo arte se estaba convirtiendo en parte muy importante de la pintura mundial. Y la principal atracción de la muestra era una de sus pinturas, titulada “Naranjo en Flor”.

- Pero la vida hizo que ya no pueda ser blanda como el agua blanda, ¿sabes?. Tu seguro no te enteraste, chico; pero apenas te fuiste, papá también nos dejó. Tuve que hacer vida de treintañera a los trece años, y supongo que cosas así terminan preparándolo a uno para el mundo.

Yo sí me había enterado, mediante la correspondencia que mantenía con mis amigos cubanos, pero nunca había podido juntar la suficiente entereza moral para brindarle mi apoyo. Aparte solo habíamos sido una extraña pareja de amigos, en la cual ella me convertía en un niño, y mis tangos a ella en una mujer madura.

- Habrán sido tiempos difíciles, pero ¡con ese nombre estabas marcada por el destino mi niña! -, fue lo único que se me ocurrió decir, ocultando la vergüenza de haber sido tan cobarde de desligarme de su vida de aquella manera.
- ¡Deja eso del destino chico! -contestó-. Fueron cosas de la vida que de alguna manera u otra sucederían.
- El cómo y el cuándo podrían haber sido mas piadosos.
- En cierta forma contribuyeron a que hoy las cosas sean como son, a Dios gracia chico.

Dándome cuenta que la conversación estaba cayendo en un vacío irremediable, puse mi mejor sonrisa y le dije que lo que importaba era eso, el presente, y desvié así su atención de aquel tortuoso pasado, que nada tenia que ver con la imagen de la niña descalza chapoteando en la cálida arena de Cuba.

Me contó entonces que se casó con uno de sus profesores de bellas artes en la universidad, con el que por años ocultaron su romance al padre de ella. El matrimonio duró lo suficiente para que se dieran cuenta que nada tenían en común a excepción del amor al arte, y se disolvió lo suficientemente a tiempo para que las cosas terminaran como empezaron: de forma amistosa.

Después de su “linda relación matrimonial” aceptó una beca para perfeccionar su arte en las más prestigiosas universidades europeas. Fue por ese tiempo que, mientras redescubría nuevamente los matices interminables de la vida, escuchó desde algún departamento cercano la melodía inconfundible del tango.

Me puse a pintar como niño que agarra su primer crayón, me dijo. “Fue como volver a sentir la magia de crear y ser, por primera vez”.

Mas tarde ese mismo día fuimos a ver sus obras, y pude contemplar que Naranjo en Flor era ella en toda su esencia, y también yo.
El cuadro tenia toda su calidez infantil volcada en colores nítidos, y toda la nostalgia del tango... De mí mismo por el dolor de saber que nunca sería mía. Quizás esos dolores en tonos grises significaran la ausencia prematura del padre, o las penurias de la pobreza, pero yo pensé que una parte de mí estaba dentro de ese cuadro, aunque era conciente de que lo hacía para sentirme un poco parte de su vida.

A la salida de la exposición, luego de tener que detenerme incontables veces a ver orgulloso como ella tímidamente aceptaba halagos de todo el que nos cruzáramos, resolvimos comer juntos, pero en mi casa, porque ya estaba cansada de comer rodeada de gente.

Tuve que pedir comida, porque mi criada había viajado ese fin de semana a visitar a sus primos, y me excusé de mis escasas dotes culinarias con la la única razón de que me parecía una falta de sensatez intentar cocinar teniendo una criada con título de chef.

Entre bocados, la luz del día -que siempre le había correspondido a ella- se nos vino encima, y llegó la hora de mis penas y alegrías. De mi historia... De mi noche.

Le conté de mi trabajo periodístico en París, los sucesivos cuentos de buen recibimiento de parte de la critica local, mi corto regreso a tierras uruguayas, de cómo fui a parar a Argentina echado a patadas por la dictadura, y de mi novia argentina, que duró lo que Maradona en el mundial de 1994 -aunque no le dije esto con las mismas palabras, porque los cubanos solo gustan del béisbol-. Y que allí estaba, con cuarenta años, gozando del éxito de mis dos últimas novelas, y con una relación de mutua indiferencia con el fantasma del amor.

Aun hoy, a casi treinta años de aquel Abril, recuerdo sus palabras, “y pensar que yo estaba loca de amor por ti, chico”, como el primer gran golpe que dio ese esquivo fantasma a mi existencia. Solo ahora arriesgo a llamarlo amor. A ponerle ese nombre que usamos cuando ya nuestras capacidades de razonamiento se han agotado tratando de explicar la energía prácticamente innegable que nos ordena y nos pide por favor que abracemos a esa persona, esa niña con los pies descalzos llenos de arena, y no la dejemos ir nunca más a un padre fallecido, a trabajar a los trece años y a casarse con un profesor.

Lo único que pude pensar en ese momento fue que ya no tenía veinte años, ni ella trece, y que debía averiguar si su locura de amor estaba esa noche presente, como lo estaba la mía, y como lo había estado esos veinte abriles de separación que habían plateado mi sien y para ella habían sido nada.

Recuerdo esos segundos tan exactamente que cada vez que los traigo al presente siento su proximidad y el aroma del vino mezclado con su perfume. Busqué las palabras justas en mi cabeza, una de esas frases que cambian la vida de uno, y quedan ancladas en el recuerdo hasta que la senilidad las borra de un cachetazo, y por supuesto no las encontré. Solo se me ocurrió decirle que nunca era tarde para nosotros dos -y hoy me doy cuenta que la frase que buscaba era “aunque no quieras el regreso, siempre se vuelve al primer amor”-, pero no pude decirle ninguna de las dos porque, quizás anticipándose a lo que venía y para quebrar el silencio, me dijo que seguro habían sido cosas de la edad.

Me detuve en seco y dejé que el silencio se robara para siempre esa posibilidad de no tener veinte años ni ella trece, y de estar muriéndome de amor mientras ella buscaba en el sarcófago de los recuerdos otro tema de conversación para terminar de vaciar el vino que ya agonizaba.

En ese momento sentí que ya había pasado mi tiempo para esas cosas de jóvenes. Al fin y al cabo ya tenía cuarenta años, pensé -¡lo que daría por tenerlos hoy, y cantarle que siempre se vuelve al primer amor!-, y si no había encontrado mi compañera no la iba a encontrar en una mujer con la que había pasado los mejores cinco años de mi vida escuchando tangos y tomando helado, y a la cual había extrañado veinte años mas, y por la cual había preguntado casi semanalmente por carta a mis amigos. Eso no es amor, Esteban, me dije. Y durante todos estos años me quedé pensando, hasta el día de hoy en qué era sino.
Me convencí de que había sido simplemente un error, y que los sentimientos me habían jugado una mala pasada, y procuré olvidarlo.

Pero esta noche, a casi treinta años, me senté en mi terraza en esta ideal noche estrellada de veintitrés de Abril, a escribir la historia de Dolores y los veintitrés de abriles porque ya no puedo recordar el sabor de los helados de frutilla de la Cuba de mis veinte años.
Y entendí que no era un error, sino simplemente el destino; el mar de idas y vueltas extrañas pero divinamente certeras en el que ella nunca creyó, y que así como nos juntó esa tarde hace treinta abriles, hoy hace que yo esté acá, esperando una muerte mansa, y “con el alma aferrada a un dulce recuerdo, que lloro otra vez”.

Esteban M. Landucci (15/6/05)

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