El niño
por Emilio Luzbel
Yo era un niño. Jugaba, creaba e imaginaba. Veía, leía, escuchaba y todo lo creía. Nada podía ser anormal porque nada era normal. No me cuestionaba sobre la bondad y la maldad. Dibujaba perros de tres patas, casas sobre las nubes y coloreaba a las personas de verde. Cuando me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, contestaba «Batman».
Ellos, mis padres, me explicaban que los perros tienen cuatro patas, que las casas no vuelvan y que el verde no es un color de piel. Me contaban sobre “Dios” y el “pecado” y que lo normal es que un chico desee ser médico para curar a las personas.
Así llegué a la escuela, donde me enseñaron a memorizar porque es mejor que aprender, y me hacían transcribir cosas todo el día, que es mejor que crear. Entonces yo debía decir que dibujaba hombres verdes porque no tenía otro color, o que a mis perros les faltaba siempre una pata porque los habían atropellado, o que la casa entre las nubes era la casa de “Dios”. Cuando me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, contestaba «médico», como es normal, y pensaba «Batman».
Pero con los años y las vivencias fui encontrando mi lugar en el mundo. Para cuando arribé a la juventud ya tenía bien en claro que debía estudiar, recibirme, casarme y tener hijos, como es normal. Todavía no terminaba de entender que haya sólo tres razas humanas, porque yo los veía a todos grises, como sus trajes, sus autos, sus conversaciones… Pero seguro sería cuestión de tiempo hasta que tomaran el color que mis padres me habían enseñado: blancos, negros y amarillos.
Mi prometida era bellísima y muy inteligente. Competíamos para ver quién de los dos se convertiría en doctor primero. Nos juramos amor eterno y decidimos irnos a vivir juntos, como es normal, y casarnos cuando nos recibiéramos. La vida era muy grata; íbamos al cine, al teatro, a cenar y a misa los domingos, como es normal. Pero entonces sobrevino el quiebre…
Estaba por recibirme cuando mi perro tuvo que ser sacrificado. Me había acompañado durante toda la vida y siempre habíamos sido muy unidos, más aún cuando a consecuencia de un accidente perdió una pata. Ya estaba muy viejo y no podía caminar sin aullar de dolor. Salí consternado del departamento, totalmente abatido por la noticia, rumbo a la casa de mis padres. Iba en mi auto gris pensando en el fiel amigo que tendría que poner a descansar, cuando me percaté de que había dejado un jarro de agua en el fuego. Regresé porque no me importaba demorar el momento del sacrificio y, al llegar, me encontré a mi prometida consumando lo que Dios llamaría actos pecaminosos con otro hombre.
Huí de ahí inmediatamente presa del asco, el miedo y el odio. Frené en el primer bar y me dispuse a borrar el dolor con alcohol, como había visto en las películas. Como nunca había tomado más de una copa, me embriagué rápidamente hasta quedar prácticamente inconsciente. Cuando me detuvo la policía tenía los pantalones atados a la cabeza y decía que era Batman. Posteriormente tuve una entrevista con un psicólogo para determinar mi salud mental. Lo primero que le dije fue que no estaba loco; con eso le bastó. Fui enviado aquí, donde dibujo perros con tres patas, casas sobre nubes, coloreo a las personas de verde y todos me llaman Batman.
Sé muy bien que no estoy loco, porque la locura no existe. Sé perfectamente que no soy anormal, porque tampoco creo que exista la normalidad. Pero también entiendo que existen las mayorías y que solo ellas “conocen” la verdad y lo que es bueno y malo, normal y anormal. Y yo me hago el que les creo sus ocurrencias de adultos grises, pero dibujo a los perros con tres patas y pinto a las personas de verde PORQUE QUIERO, y mi mundo será como yo quiera que sea, porque es mío y de nadie más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario