Yo sabía que podía hacerlo. El final del camino estaba cerca y terminaba bruscamente, como una barranca, o un capitulo de telenovela mexicana berreta. Solo debía seguir donde el camino doblaba, hasta con los ojos cerrados, por aquellos metros que significarían el fin de mi universo, podía forjar mi destino (esa utopía de la conciencia común), o al menos mi fin, propio, sin cláusulas ni intereses, ni testaferros del demonio golpeando la puerta de mi ataúd sedientos de cuotas atrasadas e hipotecas en la cuerda floja.
Percibí algo de grandeza en aquellos segundos. Como si aun yo, aquel desdichado habitante de la suela de Dios, pudiera adueñarse por el favor de las circunstancias de una trascendencia capaz de poner en jaque la maquinaria imperceptible del destino. Como si fuera repentinamente una lata oxidada flotando punzante en el mar que Jesús va a pisar tan omnipotente y despreocupado. Esa idea originaba en mi cráneo una adrenalina feroz que, quizás como contraataque al resto moral de mi psiquis que repetía la palabra “cobarde” incesantemente, se apoderaba de mi cuerpo, hinchaba mis sienes, apretaba mis mandíbulas, fundía las manos al volante y el pie derecho al acelerador... Jadeaba como un animal, como un adolescente jodiendo una veterana, como un criminal debutante.
El cartel indicaba la proximidad de la curva. Si yo fuera el actor de aquella telenovela ratingnera, debía dar el último respiro al cigarro, apoyar el codo izquierdo en la ventanilla abierta, decir algo para la posteridad mirando hacia delante ciego de furia, tirar el pucho y acelerar. Entonces mi trabajo como director sería mostrar el cigarrillo rodando sobre el asfalto y deteniéndose; y en segundo plano, alejándose, el auto que continúa el camino dos segundos hasta desaparecer, para ofrendar un último saludo: una explosión.
Pero no.
Abro los ojos. La aguja no bajó de ciento sesenta kilómetros por hora. Recién ahora acaba de quedar atrás el cartel. Una lágrima, o varias, que no han sido invitadas, recorren mi cara. Las atribuyo a la conmoción que me produjo el final cinematográfico que me inventé, no al arrepentimiento, el miedo, la furia, el colapso nervioso, las pastillas, la congestión, la inapetencia sexual, el whisky para poder dormir, el despido, las pocas ganas de empezar de nuevo, el ruido penetrante e infinito de los frenos, el olor de las gomas quemadas, el celular que no para de sonar...
- ¿Hola?
- Papi, soy yo. ¿Me podés venir a buscar al jardín? Mami dijo que no podía.
- No... Si. Pará que piense. ¿A qué hora?
- A las 12. Dale, y después comemos juntos. ¡Dale papi! ¿Podés?
Ahí está la curva, el fin, a diez metros, pero a diferencia de mis delirios, voy a paso de hombre, mi frente gotea, y el corazón vuelve lentamente a tomar el control.
- Si, mi vida. Papi puede... Siempre va a poder.
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