18 de junio de 2012

(#95) La Arenga


LA ARENGA

A mis amigos, compañeros, o lo que hayan sido primero.

Fue una arenga que tranquilamente podría estar en una película épica. En realidad creo que, en cierta forma, lo está. Al menos en la película de nuestras vidas. No podría definir si reconocimos la importancia de aquel momento cuando lo estábamos viviendo o si lo fuimos llenando de significado después, ante cada adversidad de la vida, ante las cuales siempre volvimos a decirnos esas palabras, como un conjuro. Pero entonces éramos unos purretes nomás. Unos flaquitos enclenques enfundados en camisetas que nos llegaban hasta las rodillas.

Ahora veo a los pendejos del club que pasan corriendo hacia la práctica con indumentarias oficiales y me acuerdo: nosotros las primeras casacas originales que conocimos fueron unas que les trajeron a los mellis desde Buenos Aires (que para nuestra conciencia infantil era como decir ahora los Emiratos Árabes). Las únicas que conocíamos eran las de Mirvi y la diferencia saltaba a la vista. Pero en esa época lo que queríamos era disfrazarnos de nuestros ídolos y para eso con que la camiseta tuviera número y nombre, alcanzaba. Que fueran “de marca” o no, nos importaba tres carajos.

Lo que más movilizaba nuestra pasión incontrolable de pibitos con todo el tiempo del mundo era el club. La mayoría hacíamos varios deportes, pero la instalación de la escuelita de fútbol de Fernando y Hugo puso las cosas en su lugar. Todos fuimos por la novedad y nos quedamos porque supimos por primera vez qué era eso del fútbol, pero el fútbol de verdad, en la cancha delineada con cal que jugaban los grandes y con botines. Nada de esos partiditos de plaza o patio de escuela, con prendas que pretendían ser arcos hechos y derechos, por culpa de los cuales se podía ir toda la tarde discutiendo si había sido gol.

Así se gestó nuestra banda, así nos conocimos entre todos y dejamos de conformar pequeños subgrupos de juego, o de natación, voley y tenis para pasar a ser un equipo de fútbol como Dios manda. Mientras rodaba la pelota y los años nos fuimos haciendo hermanos sin darnos cuenta. El fútbol tiene esa magia; fueron tantos los goles que nos hicimos, los abrazos de festejo, las patadas que nos pegamos, los caños, las victorias, las derrotas (con sus consiguientes cocas pagadas) y los empates, que no nos quedó otra que volvernos inseparables.

Nada es más parecido a la vida que el fútbol. Eso fue lo que aprendimos esa noche, en aquella arenga. Habíamos ido a jugar una serie de amistosos a Massey Ferguson, que para nosotros era “Masa y Ferguson”. Como teníamos solamente dos categorías no participábamos de ninguna liga y nos entretenían con encuentros entre escuelitas. En cambio, los rivales sí jugaban un torneo.

Por eso surgió el inconveniente de aquella noche. Los rivales de nuestra categoría habían quedado punteros en la liga que jugaban, así que no se iban a presentar contra nosotros, aunque había sido lo pactado por Fernando y el “técnico” de ellos, palabra ésta que ni siquiera conocíamos. En su lugar nos ofrecían jugar contra una categoría dos veces mayor a la nuestra.

Pero la cosa no terminaba ahí: lo peor fue que cuando llegamos nos percatamos de que la cancha era de once. La nuestra del club era de siete y de tierra. Era la única que teníamos y, para nuestra edad, nos alcanzaba y sobraba, literalmente (a veces, cuando éramos pocos, jugábamos a lo ancho).

La de once se nos asemejó más a las de Supercampeones, en las que podían correr un capítulo entero y nunca se veía el arco de enfrente. La inmensidad nos dejó helados; encima el césped precisaba de tapones más altos que los que teníamos. Para colmo hacía frío, era de noche y había niebla. O a lo mejor era solo el cagazo que teníamos.

A Fernando nada de esto se le debe haber escapado, porque fue a pegarnos directo ahí en la primera arenga de nuestras vidas. Nos juntó a todos y nos explicó lo que había pasado. Ustedes ya son hombres, nos dijo -aunque no fuera del todo cierto-, y hoy les toca aprender que a veces las dificultades son mayores de lo que nos esperamos.

En la vida también los rivales y la cancha se agrandan y la pelota se pone tan pesada que creemos que nunca vamos a poder levantar el centro. Los árbitros de la vida también te cobran cualquier boludes en el borde del área y te llena el equipo de amarillas, en la vida también se van a encontrar con gente mala leche que les va a ir con la plancha para lastimarlos…

La única manera que hay de enfrentar a todas esas cosas es en equipo y – ahí largó la frase que nos quedaría marcada a fuego- con huevos de toro. Porque no importa que uno sea chiquito si la voluntad es grande. Y por más que el árbitro tire para atrás y el rival lastime, si uno se apoya en la gente que quiere y confía, siempre se sale adelante. En la cancha y en el fútbol.

Todo lo demás está envuelto en una nebulosa de alegría pura e infantil. Solo sé que salimos a la cancha y jugamos como nunca antes y como nunca después. Recuerdo también el resultado, pero mayor es la sensación de que jugamos como un verdadero equipo, de hecho de vez en cuando lo sueño.

Estoy en la cancha de once y soy una especie de pulpo, mis extremidades son mis compañeros, mis amigos de toda la vida. Digo “estoy” pero en realidad “estamos”, porque la sensación es que soy todos ellos o ellos son yo, no sé. Tocamos, tiramos paredes, y los grandotes siguen de largo en todas, desbordamos por izquierda y derecha, y a medida que vamos progresando en el campo de juego, la niebla se va disipando, sube la temperatura y el arco rival se vuelve nítido, goleable.


Stefano
18 de junio de 2012

3 comentarios:

Nico G dijo...

MUY BUENO NEGRITO! EMOCIONANTE. TE FELICITO.

Anónimo dijo...

Genial , me gusto mucho y ademas me emociono tu cuento FELICITACIONESSSSS
Susi

Anónimo dijo...

un placer leerte, como siempre... te felicito por este nuevo cuento... mucho de lo escrito me significó más que bonitas palabras bien acomodadas, gracias por eso!